El liderazgo en la actual crisis

Entrevista efectuada en Enero de 2021 para la revista italiana “FUOCO”, de reciente aparición

Traducción de las preguntas:

1.- Estamos inmersos en la última fase del final del ciclo. Una de las mayores carencias de este mundo está representada por la progresiva desaparición de hombres y mujeres dignos de tal nombre. ¿Cómo ha podido ocurrir?

2.- En estos tiempos, si no somos capaces de tener un buen señor dentro de nosotros mismos (hegemonikon), es oportuno elegir uno fuera de uno mismo. A menudo hay una confusión entre líderes falsos y verdaderos jefes. ¿Cuáles son, según usted, los signos más evidentes para reconocer una persona que pueda guiar y no un mero envilecedor de categoría?

3.- Ha llegado el tiempo de trazar una línea que separe y ponga a un lado a quienes se distinguen por ser los hombres de la superación y la recuperación, y en el otro aquellos que por su manera de ser y actuar han decidido favorecer las tinieblas. Es necesario que seamos primero líderes de nosotros mismos y después ser capaces de reconocer a los jefes de la restauración tradicional. ¿Consejos a este respecto?

4.- Para invertir la tendencia caótica y progresista de Occidente, las organizaciones –civiles, políticas y empresariales–, en vez de fijarse en el número, en la masa y la cantidad, ¿deberían más bien propiciar la presencia de elementos selectos, de jefes, y por tanto de la calidad?

1.- El origen de la crisis que actualmente sufrimos está en el distanciamiento del Principio, lo que es tanto como decir la ignorancia y el desprecio del Ser, de la Verdad, de lo Espiritual y de lo Absoluto.

La civilización actual es una civilización desprincipiada, sin vinculación con el Principio que es el fundamento de todo orden, tanto social como personal. Todo ello ha sido motivado por una rebeldía titánica y prometeica, en cuya raíz está la acción subversiva y laminadora del Antiespíritu, que tiene como objetivo la desespiritualización de la vida, la degradación y destrucción del orden sagrado tradicional, y con él de todo aquello que hace posible la paz y la unidad, así como la vida noble, íntegra, con sólidas y firmes raíces.

Es éste un proceso que viene de muy atrás, que tiene su origen en la crisis del orden medieval, con las posteriores revoluciones que han ido minando la cultura y la sociedad europeas (Renacimiento, Reforma protestante, Ilustración, Revolución francesa, etc.) En un largo proceso histórico de caída, de decadencia y subversión, se han ido difundiendo e imponiendo actitudes y concepciones negativas: racionalismo, irracionalismo, relativismo, subjetivismo, escepticismo, materialismo, evolucionismo, ateísmo, etc.

Dicha involución progresiva ha conducido al socavamiento de la cosmovisión sagrada tradicional y el consiguiente eclipse de la espiritualidad, con su dimensión trascendente y su inmensa riqueza sapiencial, mística, mítica y simbólica. Lo cual supone la pérdida y el alejamiento del Centro, lo que se ha llamado “el olvido y huida del Ser”, dando lugar a una sociedad y una vida totalmente descentradas.

Las consecuencias de dicha subversión antitradicional han sido, como no podía menos de ser: el oscurecimiento y hundimiento en el caos, en el puro devenir; el culto al ego individual, dando lugar a una sociedad individualista, egolátrica y egocéntrica; una civilización materialista que diviniza todos los niveles más bajos de la realidad; un progresivo apagarse de la inteligencia, descenso generalizado del nivel intelectual, aumento de la estupidez y demencia colectivas; crisis y ruina de los principios y los valores que hacen posible la vida auténticamente humana, los cuales se ven sustituidos por seudoprincipios y antivalores; expansión por doquier de la demagogia, la inconsciencia, la banalidad, la trivialidad y la superficialidad; desintegración no sólo de la sociedad, sino también del individuo, que se ve desarraigado, desorientado, desgarrado, despersonalizado y deshumanizado; degradación y envilecimiento del ser humano, que queda sumido en la ignorancia o ceguera espiritual, convertido en un objeto o una cosa, masificado y cosificado, sin identidad, libertad ni dignidad. El Antiespíritu se ha adueñado de todas las manifestaciones culturales y vitales (políticas, sociales, económicas, mentales, emocionales) del mundo occidental, las ha corrompido y contaminado.

En líneas generales se da una relativización de lo Absoluto y una absolutización de lo relativo. No se sabe ya distinguir lo esencial de lo accesorio, lo numénico de lo fenoménico. Se confunde lo espiritual con lo psíquico, dentro de una atmosfera de total confusión y desorientación.

Apartándose del Principio, viviendo una vida desprincipiada, los seres humanos se degradan, se pervierten y corrompen, se desintegran, se escinden y disocian internamente, falsifican su vida y pierden su calidad humana (la calidad que les distinguiría como verdaderos hombres y mujeres). Al perder la orientación que proporciona el Principio, y que únicamente el Principio puede proporcionar, pierden el Norte, quedan desorientados, sin principios rectores, sin los pilares y criterios necesarios para construirse como personas, sin los fundamentos o cimientos sobre los que asentar sus vidas, y en consecuencia van a la deriva, caminan extraviados, llevando una existencia sin sentido, profana y mundana, sin saber hacia dónde van, de dónde vienen ni qué hacen en este mundo. Se debaten angustiados en medio de los acontecimientos que les suceden y que ocurren a su alrededor, siendo víctimas de las circunstancias, braceando angustiosamente como míseros náufragos en el océano del Devenir o Samsara.

Acaban convirtiéndose en entes sin sustancia, peleles o títeres que el azar, la propaganda y los poderes anónimos que dominan estos tiempos oscuros manejan a capricho; meros objetos y no sujetos de la Historia. Son seres sin fuste, sin solidez, sin cohesión interna, perdidos en el existir puramente exterior, que huyen de sí mismos, que viven en un permanente conflicto interno y agobiados por infinidad de problemas, sin poder encontrar su propia esencia ni por tanto la paz y la unidad. Y muchas veces, aun siendo individuos famosos, terminan lamentablemente como juguetes rotos.

Al conectar con el Principio, los seres humanos vuelven a encontrar su orden, su armonía interna y externa. Se encuentran a sí mismos, tiene lugar un reencuentro consigo mismo y con los demás (con la realidad en general), y por ello mismo descubren cuál es su lugar y misión en el mundo, dando sentido a su vida.

La vinculación al Principio, al Ser y a la Verdad, es la condición que hace posibles la dignidad, la libertad, la felicidad y la grandeza del ser humano, su realización integral como persona y como ser espiritual.

2.- Hay que distinguir entre jefe y líder. Jefe es el que está al frente de un grupo, una organización o entidad; ha sido nombrado o elegido para eso, lo haga bien o mal. Puede ser el jefe o director de una cárcel, de un departamento de una empresa (un negocio o una fábrica), de una unidad militar, de un partido político, de una banda o mafia, sin ser en absoluto un líder. Puede ser un déspota, un inútil o un estúpido.

Se me puede nombrar jefe (en la empresa, por ejemplo, o puedo ser ascendido a esa categoría directiva y profesional), pero es imposible nombrarme líder (ninguna empresa tiene poder para eso, ni tampoco ningún dirigente político o religioso).

El jefe manda (porque alguien, un poder superior, lo ha dicho), aunque no sepa mandar; puede serlo también porque se ha impuesto él mismo, aun siendo indigno, o porque ha ocupado el poder, ya sea por la fuerza, por el dinero, por su astucia, con artimañas más o menos discutibles. Puede ser jefe simplemente porque es él quien ha creado la organización o empresa al frente de la cual está, o es el heredero del fundador.

El líder, en cambio, es seguido (con amor, alegría y lealtad), y es aceptado, querido, obedecido y seguido por sus cualidades personales, intelectuales y morales. Ejerce una autoridad moral, posee un atractivo y un prestigio no buscado por su calidad humana y personal. Es como un imán que atrae sin proponérselo y sin presumir de ello. El título de líder hay que ganárselo a pulso, con el propio esfuerzo. El líder es un adalid, alguien que marcha delante en la lucha por la vida, al frente y en cabeza de su ejército, haciendo recaer sobre sí todos los problemas y dificultades: más que mandar, lidera, guía, orienta y conduce. Y también, en consecuencia, enseña, forma y educa.

El líder no puede ser impuesto; el jefe sí. El jefe puede ser odiado, rechazado o despreciado por aquellos a quienes tiene que mandar. El líder es seguido de forma espontanea y natural, con convicción, devoción y entusiasmo por los suyos, porque ejerce una atracción especial. Tiene un encanto, un carisma, un magnetismo, que el simple jefe probablemente no tiene (no tiene porqué tenerlo).

He aquí una frase que se suele oír con frecuencia: “Yo hago lo que me da la gana porque soy el jefe” (o también: “para eso soy el jefe”). Algo que no se le ocurrirá jamás decir a un líder. El líder sabe que no puede hacer lo que dé la gana, que tiene que hacer en todo momento lo que es correcto, lo que exigen su puesto y función. Un buen líder se sabe sometido a la Norma, la Ley, el Dharma, el Fas, y es plenamente consciente de que debe ajustarse a ese criterio superior, que le trasciende, que está muy por encima de su opinión, deseo o capricho particular, para que su acción, sus actitudes y su comportamiento no resulten nefastos o nefandos.

Otra sentencia también frecuente:”El jefe siempre tiene razón. El jefe nunca se equivoca”. Una aseveración que muchos jefes se toman muy en serio y la hacen suya, incorporándola a sus convicciones y permitiendo que arraigue en su subconsciente. Conceptos que un líder rechazará de plano, considerándolos inadmisibles y un tremendo error, pues no le cabe la menor duda de que tiene que guiarse siempre por la razón, en vez de pretender poseerla de antemano y porque sí, y sabe muy bien que como individuo es limitado, falible y vulnerable, y por eso mismo puede equivocarse, puede meter la pata, está expuesto en todo momento al error, a la irracionalidad, al mal y a la maldad; en suma, a la degeneración, la perversión y la corrupción.

El jefe dirige mediante el ordeno y mando, sin más consideraciones ni miramientos, in tener en cuenta la dignidad, las convicciones, las ideas y las opiniones, las inquietudes y los anhelos, las emociones y los sentimientos de los que tiene bajo su mando. El líder, que busca ante todo el bien de los suyos –su verdadero bien, no el beneficiarles de manera inmoral y corrupta– tiene muy en cuenta todo lo que sus seguidores piensan, sienten, desean y anhelan. Por eso actuará siempre con la mayor consideración y contando con ellos, consultándolos, hablando con ellos, estableciendo una comunicación continua. Y al mismo tiempo enseñándoles, corrigiéndoles cuando sea necesario, ayudándoles a ser mejores y a crecer internamente, como personas y como líderes en potencia.

3.- El líder es una figura heroica y solar. Es un auténtico héroe por su entrega a la causa del bien y su afirmación de los valores. Semejante al Sol, su naturaleza es fuego que irradia luz y calor. El buen líder es un sol viviente, un faro humano capaz de guiar y orientar a la sociedad. En realidad y en el fondo, es o debe ser un reflejo de Dios, el Sol eterno, el Líder supremo del Universo (il Sommo Duce le llama Dante).

Sus dos grandes pilares o fuerzas, al igual que en el Sol divino, son: Sabiduría y Amor; la Luz y el Calor; la capacidad de iluminar la vida y el fuego que aviva y calienta (la calidez afectiva). He aquí lo que hace al líder, lo que le distingue y lo que debe cultivar con todas sus fuerzas: la lucidez intelectual y la pasión (el entusiasmo, la ilusión, el ardor combativo); la visión clara, ambiciosa y penetrante (ver con claridad las cosas, sus obligaciones y el camino a seguir, y mirar a lo lejos, a largo plazo) y la llama capaz de incendiar las almas, emocionar y mover o conmover; un saber superior (saber hacer, saber discernir) y la decisión, la energía creativa y realizadora. Esas dos fuerzas –luminosa y fogosa, intelectual y emotiva, sabia (frialdad en el ver y juzgar) y cálida– se dan unidas en el buen líder, alimentándose recíprocamente, no pudiendo existir la una sin la otra; son inseparables.

Se ha dicho a menudo que el liderazgo se basa en tres cualidades o condiciones básicas, 3 Ces: carácter, competencia y compromiso. A las que podríamos añadir otras 3 Ces no menos importantes: convicción, compasión y cuidado (o cura). De la presencia de todas estas notas positivas, excelsas, resulta el carisma del líder.

Como cualidades del líder destacaría las siguientes: integridad, honradez, nobleza, prudencia, magnanimidad (alma grande), altura ética, sentido del honor y del deber, responsabilidad, objetividad y mirada realista, firmeza, coherencia, valentía, fidelidad y lealtad, generosidad, gratitud, humildad, confianza, entrega y sacrificio (sacrificar su ego), vocación de servicio, saber escuchar, sentido del humor, voluntad buena y fuerte, amor a su oficio y misión, candor, mente abierta y despierta, ser exigente consigo mismo, seriedad y rigor intelectual, capacidad de comunicarse, autodominio, flexibilidad, altura de miras. En pocas palabras: capacidad para construir comunidad, para dar vida a una sólida realidad comunitaria.

En realidad, cuando uso la palabra “líder”, sin más calificativos ni aclaraciones, me refiero siempre al buen líder, el que encarna los principios, virtudes y valores del liderazgo. No merece ser llamado “líder” quien no reúna esas condiciones, quien carezca de tales cualidades, no digamos quien representa su total negación.

Lo más importante en el líder no es lo que él dice o hace, sino lo que él es. El verdadero líder dirige, influye, forma y se gana a su gente sobre todo con su ejemplo, con su estilo vital, con su manera de ser.

Hay dos tipos de mal dirigente, figuras que son la negación del liderazgo: 1) el dirigente inepto, incompetente, torpe, incapaz y mediocre, que puede hundir y arruinar cualquier empresa o proyecto; 2) el dirigente perverso, demagogo, prepotente, corrupto (intelectualmente corrupto), egolátrico y egocéntrico, narcisista, déspota y tiránico, que se sirve de los demás y del poder que detenta para sus fines y ambiciones particulares (el culto a su ego). Este último es el más peligroso: es el antilíder, el dirigente nefasto, la antítesis radical del líder ideal.

Rasgos típicos del antilíder son: cortoplacismo (incapacidad para ver y enfocar su acción a largo plazo); tacticismo (pura táctica, torpe y mezquina, carencia de visión estratégica); manipulación de la realidad (su falsificación y deformación); desprecio de la verdad (negarse a aceptar la verdad: la verdad teórica o doctrinal, la verdad histórica, la verdad de los hechos) e inclinación a mentir y engañar; obsesión con su persona (su figura, su nombre, su fama, lo que de él se dice o se piensa); decidida vocación de imponer y hacer avanzar los antivalores; irracionalidad e inmadurez (que a menudo le llevan a considerarse un genio); arbitrariedad en su manera de pensar y enfocar los problemas, en sus decisiones, en sus hábitos y actitudes. Rasgos todos ellos muy comunes hoy día entre el elemento o la clase dirigente.

4.- La primera condición para formar buenos líderes, para articular la élite dirigente que ha de llevar a cabo la restauración tradicional, es el sometimiento incondicional a la Verdad. O, lo que es lo mismo, la vinculación al Principio, la apertura y receptividad a la Sabiduría, Luz que orienta la vida. Lo que significa primacía de la contemplación, la visión, el conocimiento y la intuición intelectual, como base guiadora y sustentadora de la acción. Sólo así podrá un individuo ejercer un liderazgo auténtico, positivo, principiado, bien fundado y con sólidos principios.

El líder ha de ser liderado por la Sabiduría. Tiene que vencer a su ego y dejarse guiar por el Líder interno, el Líder infalible e invencible, que es el Espíritu, su Gran Yo, su Yo esencial, su Yo auténtico y profundo, su Yo real (regio, imperial).

Hay que tener en cuenta, por otra parte, que el liderazgo no es algo que esté exclusivamente en la cima del orden social, de una comunidad o una organización de cualquier tipo. El liderazgo se da en todos los niveles de la sociedad. El ideal del liderazgo debe estar presente, cultivarse, afirmarse y potenciarse en todas las células del organismo social. Sus valores y principios tienen que arraigar en todas y cada una de las personas que integran la comunidad (sea ésta la familia, la empresa, una organización política o cultural, un monasterio o la comunidad nacional).

Todos estamos llamados a ser líderes: líderes, para empezar y ente todo, de nosotros mismos, líderes de nuestra propia vida. Quien no sabe o no es capaz de liderarse, no podrá liderar a los demás.

Cuanto más necesitado esté un individuo de mandar, peor líder será. Cuanto mayor sea su obsesión por el poder, menos digno será de ejercerlo. El criterio a seguir ha de ser: actuar más como líderes y menos como jefes. Como afirma una experta española en estas cuestiones: “menos jefear y más liderar” (1). Jefear o hacer de jefe es dar órdenes, mandar (les guste o no a los mandados, se tenga o no verdadera autoridad moral), imponerse por la fuerza, reprender o castigar, premiar a capricho, actuar según a uno le parece. Liderar es hacer lo que se debe, ganarse a los que uno lidera, ayudarles a mejorar y superarse, tirar de ellos hacia arriba, hacer que se eleven por encima de la propia mediocridad, animarles a trabajarse y elevarse sin cesar.

Al líder le interesa menos mandar y tener poder, o ser famoso y elogiado por la propaganda y los medios de comunicación, que hacer bien su trabajo. Y su trabajo consiste en luchar y esforzarse sin cesar, con perseverancia y ánimo heroico, por mejorar sin cesar el ambiente que le rodea y crear un mundo mejor, más libre, justo, ordenado y armonioso. El ennoblecimiento de la vida, tanto propia como ajena, es el fin del liderazgo. Es su razón de ser y lo que justifica su existencia y su acción.

El líder únicamente puede liderar personas libres, nobles y responsables, comprometidas con los altos valores, que sepan actuar y vivir con dignidad; no puede, pues esto va contra su naturaleza, su vocación y misión, liderar esclavos, borregos, monigotes ni hombres-masa, seres serviles y corruptos que acabarían corrompiéndole a él.

El concepto de selección es inherente al liderazgo. El liderazgo supone una lucha permanente contra la bajeza, la mezquindad, la miseria humana (más bien subhumana o inhumana), la mediocridad, la vulgaridad y la vileza. Y la lucha contra todas estas lacras, que tiran de los seres humanos hacia abajo, hacia los negros fondos de su individualidad, implica forzosamente una selección, pues una gran mayoría no está dispuesta a comprometerse en tal lucha, permanecen indiferentes o neutrales en ella, se rinden sin combatir o, peor aún, se declaran a favor de lo que ha de ser combatido. Dicho combate va forjando por tanto una minoría selecta que es la que habrá de dirigir la restauración del orden y el retorno a la normalidad. Esa selección se producirá en todos los niveles de la sociedad.

Para el liderazgo resultan fundamentales la calidad, la excelencia, la diferenciación personal, la distinción cualitativa, la exigencia formativa. El liderazgo descansa en la nobleza y grandeza humanas, en la búsqueda de la perfección. No hay nada más contrario al ideal del liderazgo y a su buen funcionamiento que el culto a la cantidad, al número, a la masa, a las mayorías, a la muchedumbre servilmente sumisa o rebelde, así como el igualitarismo, su contrapartida inevitable: la idea hoy tan manoseada de la igualdad (sin ninguna orientación superior), la equiparación de todo por el mismo rasero, la nivelación por abajo, corolario inseparable del culto a lo cuantitativo. Todo lo cual significa el rechazo de la excelencia, el desprecio de la diferenciación cualitativa y de la autosuperación.

La veneración democratista del rebaño colectivo, carente de virtud y de razón –sin criterio normativo, sin principios ni valores, incluso hostil a todas estas cosas–, hace imposible que surjan buenos líderes, auténticos líderes, seres guiadores, comprometidos con la Norma suprema, servidores de los altos valores de la Verdad, el Bien y la Belleza (incluyendo en esta última la Justicia).

El líder no puede en modo alguno establecer en su orden o régimen interno, personal, una igualdad de sus múltiples impulsos y tendencias, ni tampoco de los diversos niveles que integran su persona (cuerpo, alma y espíritu; el plano físico, el anímico y el espiritual). Su Yo superior, espiritual, tiene que estar por encima del resto, ha de tener la primacía absoluta: debe vencer y someter a su yo inferior, fenoménico, psico-físico. Siempre con una directriz sólida, inspirada por la Sabiduría, y un comportamiento sabio, respetuoso y compasivo, que tenga en cuenta el puesto, la función y los legítimos derechos de las distintas partes y de los diferentes niveles de su realidad personal.

Hay que respetar ante todo la debida, lógica y natural jerarquía. Instaurar una democracia interior en la cual la emotividad o la búsqueda del placer tuvieran igual importancia que la razón y la inteligencia o, peor aún, que el Intelecto (el órgano trascendente de la pura visión espiritual), constituiría un inaceptable desorden, una auténtica subversión, que no tardaría en pagarse muy caro.

Dicho de otro modo: mi Yo regio, Yo aristocrático, Yo ario o noble, Yo-héroe, Yo-alteza o Yo-majestad, tiene que imponer la necesaria disciplina a mi yo-demos, yo-chusma o yo-plebe, mi yo anario o no-ario (oscuro, innoble), mi yo egótico, el yo que tiende a rebelarse contra la Norma, contra el Fas o el Dharma, contra todo lo noble y excelso. Tiene que sojuzgarlo, domarlo y domeñarlo, subyugarlo (colocarlo bajo el yugo que libera). Ahí no es posible ninguna igualdad, ninguna nivelación o equiparación, ninguna democracia uniformizadora y caótica.

El mejor yo del líder no puede recibir igual trato que su peor yo, como si estuvieran ambos al mismo nivel y fuera indiferente que mande uno u otro. Su Yo trascendente o Gran Yo ha de imponer su ley (la Ley o Norma a la cual él mismo está sometido y con la cual se identifica) a su pequeño yo, su yo ilusorio, raquítico, empírico, efímero y mezquino. Y lo debe hacer, como es lógico, sin recurrir a ninguna consulta democrática o plebiscitaria en su ciudad o república interior. Aunque tampoco debe hacerlo de forma dictatorial, represiva, tiránica y despótica, pues esto es contrario a lo que constituye su misma naturaleza, que es respetuosa, amable y compasiva, creadora de libertad.

Y lo mismo vale para el grupo o la sociedad que el líder dirige. Lo que es norma para sí es norma también para su comunidad, en la cual él como líder se refleja, reflejándose ésta a su vez sobre su persona. Cuando las cosas funcionan bien, hay una honda compenetración entre líder y organismo liderado.

Liderazgo es sinónimo de Libertad, la auténtica y profunda libertad, justo lo contrario de tiranía, opresión y despotismo, pues el Espíritu es esencialmente libre, no es esclavo ni puede ser esclavizado: significa en sí mismo Libertad y Liberación.

Antonio Medrano